La semana pasada viajé a San Francisco para asistir a Stripe Sessions, un evento enorme sobre tecnología de pagos. Fue la segunda vez que visité la ciudad y apenas llegué, pude sentir esa esencia que hace un año había quedado impregnada en mi mente. Hay un encanto en esas colinas híperempinadas, capaces de revelarte un asomo del mar Pacífico mientras resuena el chirrido de los históricos tranvías que comparten la calle con vehículos autónomos.
La bahía de San Francisco es el epicentro de la tecnología moderna, cuna de invenciones como el microprocesador, los videojuegos comerciales y el navegador web —por no mencionar la revolución industrial sucediendo frente a nuestras narices con la Inteligencia Artificial—. Conforme te acercas a la ciudad conduciendo por la autopista 101, ves el paisaje transformarse de zonas arboladas a áreas urbanas forradas de publicidad de startups novedosas y sedes de empresas como Google y Oracle.
Para asistir a las conferencias nos alojamos en un hostal con pinta hippie de los 70s, lo cual suena como una terrible idea en papel, pero tiene 2 ventajas indiscutibles: un costo por noche accesible en una de las ciudades más caras del continente, y la posibilidad de conocer personas de diferentes nacionalidades y trayectorias. Ahí, por ejemplo, conocimos hace un año a una chica brillante que se estaba quedando para tomar una entrevista de trabajo en la universidad de Stanford. Ahora, un año después, ella ya está trabajando ahí haciendo el tipo de investigación que lees en las noticias internacionales. No tardas en darte cuenta de que, estando en San Francisco, se vuelve costumbre conocer a personas de ese calibre por pura casualidad, incluso en un hotel de una estrella.
Cuando te enteras de que tantos avances tuvieron su origen —o su auge— en Silicon Valley, te hace preguntarte qué es lo que provoca esa distribución desequilibrada de innovación. Personalmente tenía varias teorías sobre la causa raíz: las leyes permisivas de Estados Unidos, la empresas de tecnología que se establecieron, o quizá la presencia de universidades prestigiosas. Tras haber estado apenas dos semanas ahí, me doy cuenta de que se trata de las personas.
Hay algo que se contagia cuando te pones a hablar con alguien que está construyendo algo nuevo o explorando una idea en los límites del conocimiento. Es una especie de ímpetu hacia el progreso, una fuerza que te impulsa a no aceptar las cosas porque "siempre han sido así". Una convicción de que todos merecemos una sociedad más funcional, eficiente y avanzada. Creo que, al final del día, la tecnología es solo un medio para alcanzar ese ideal, y la gente que llega a esa ciudad lo comprende.
La frase "Eres el promedio de las cinco personas que te rodean" se vuelve especialmente cierta en San Francisco. ¿Qué pasa cuando todos a tu alrededor tienen sus miras en la cima?
Hace no mucho tiempo aprendí el significado de "serendipia": un hallazgo valioso que sucede de manera accidental. Resulta que muchas grandes invenciones y descubrimientos de la humanidad —como los rayos X o la penicilina— comenzaron así: por mera casualidad y sin buscarlo. Me alivió saber que ese concepto tenía un nombre porque, en lo personal, he tenido un conflicto con el término networking, el absoluto contraste de la serendipia. En mi mente veo el networking como una actividad artificial y forzada que nadie quiere hacer realmente. Por supuesto, no niego que funcione —muchas personas inician grandes cosas haciendo networking—, pero tengo la esperanza de que eso no sea lo que determine tu éxito. Prefiero pensar que las mejores cosas que llegan a ti en la vida, ya sean proyectos profesionales o relaciones, son el resultado de dos ingredientes esenciales: personas extraordinarias y una pizca de serendipia.
Tal vez ese sea el secreto de San Francisco.