Volviendo a escribir

19 abr 2025

Cuando estuve en la primaria —al igual que muchos niños de la década pasada— formé una obsesión con Harry Potter. Leí los libros varias veces, asistí a los estrenos de las películas en la madrugada e incluso formé una especie de rivalidad con un amigo sobre quién era "más fan".

Mi obsesión llegó a tal grado que un día supe a qué quería dedicarme: me iba a convertir en escritor. Quería causar en otras personas la misma sensación que Harry Potter había causado en mí: transportarlas a un mundo alterno que podía ser tan vívido como la realidad.

Entonces, a mis trece años, empecé a escribir una novela de fantasía medieval. Le puse un nombre genérico y desarrollé la trama a partir de una escena que en mi imaginación se veía realmente épica. No tenía una idea clara sobre cómo iba a iniciar o terminar, pero confiaba en que la historia me iba a llevar a algún lugar interesante. Si Christopher Paolini escribió Eragon a los quince, ¿por qué yo no podría hacer lo mismo?

Trabajé en ese proyecto desde la secundaria y lo continué hasta la universidad, donde pasé mi primer semestre encerrado en la biblioteca con la meta de escribir al menos una página al día. Me tomaba mi tiempo para refinar los personajes y entrelazar los arcos argumentales con los primeros capítulos. Tenía la disciplina, eso era seguro. Y aunque llegué a escribir poco más de 300 páginas, abandoné mi libro cuando acepté que la narrativa no estaba yendo en ninguna dirección concreta —además de las actividades y prácticas universitarias que se interpusieron en el camino—.

Pero la razón principal por la que no funcionó fue haber ignorado uno de los primeros consejos que aprendí acerca de escribir:

«Escribe sobre lo que conoces»

Estaba muy poco familiarizado con los temas sobre los que escribía y eso causó que cualquier cosa que pusiera sobre la página sonara deshonesta. No conozco el miedo de estar en una guerra —como Tolkien, que vio los horrores de la Primera Guerra Mundial y luego hizo El Señor de los Anillos— ni la logística necesaria para asediar una ciudad amurallada. A esa edad apenas tenía una noción de cómo funcionaba el mundo y de la complejidad de las relaciones humanas; cosas que ahora considero esenciales para escribir una novela.

A pesar de no haberlo terminado, mi libro no fue una pérdida de tiempo. Me dejó dos cosas: mi handle en internet —arvindell, el nombre del protagonista— y me enseñó el inmenso valor que tiene escribir como una forma de expresión.

Escribir es una técnica para deshilar la maraña que es nuestra cabeza y darle sentido a las ideas difusas que vienen de todas direcciones, en todo momento. Te exige expresar tus puntos de vista y opiniones sin dejar espacio a la malinterpretación. El acto per se es casi como meditar: requiere tu concentración completa para posar tu atención en una sola cosa.

Hoy en día, lo que escribo es más que nada código y mensajes de WhatsApp. Pero a partir de hoy, vuelvo a practicar ese hábito que antes tenía.

En ocasiones me doy cuenta de que hay ideas que visitan mi mente una y otra vez. Son tan solo observaciones; percepciones elusivas que surgen en la vida cotidiana y de pronto se vuelven a manifestar, días o semanas más tarde. Sé que si las pongo en palabras, cobrarán sentido y quizá me lleven a aprendizajes más profundos. Esa es mi intención con este sitio: plasmar esas ideas en un par de párrafos y descubrir mi propia filosofía personal en el camino.

¿Tiene algo de sentido? ¿A alguien le va a importar?

No lo sé. Lo haré de todas maneras.